Leí la novela Ensayo sobre la lucidez [2004] de José Saramago (trad. Pilar del Río, Bogotá, Alfaguara, 2024), una obra interesante sobre la creciente separación entre el discurso y los hechos en torno al poder, pero la que me costó habitar.
Vamos por partes. En primer lugar, aludamos a aspectos formales o estéticos. Empiezo señalando que esta novela es difícil al inicio porque los diálogos no están debidamente separados, mediante guiones, de la narración. En este caso, dentro de un mismo párrafo, aparecen varios diálogos de diferentes personajes, junto con lo que nos aporta el narrador. Al presentar los diálogos de una forma diferente a como es la costumbre, se pueden producir confusiones y desánimos en el lector, porque los párrafos son muy largos y, mientras el ojo se habitúa, se puede caer en errores de quién dijo qué. Sinceramente, prefiero el sistema tradicional, donde están separados, por un punto aparte, la narración de los diálogos, y uno puede seguir mejor el diálogo cuando hay un guion inicial que lo introduce y así se separa lo que cada personaje señala.
Sin embargo, como ya lo mencioné, una vez el ojo se habitúa a esta forma de escribir, una vez se pasan las primeras engorrosas escenas (que son, a mi modo de ver, más largas de lo que deberían haber sido), ya el lector queda enganchado a esta fábula (p. 143) sobre un asunto jurídico-político (el voto en blanco) que termina por visibilizar la brecha entre el decir y el hacer en la política, así como la corrupción de los sistemas democráticos electorales y los manejos oscuros en el control de la población por parte de los agentes del orden.
En segundo lugar, lo que desata la trama es que los ciudadanos de la capital de un país (que mediante información indirecta es claramente Portugal), logran un momento de lucidez, y votan en blanco para las elecciones locales, lo que desencadena una crisis jurídica y política nunca vista. Jurídica, porque se deben repetir las elecciones, y el electorado capitalino sigue tozudamente con eso de votar en blanco, lo que plantea la duda de cómo proceder, pues el sistema legal se limitaba a indicar que se debían repetir las elecciones una vez. Y políticamente porque los políticos, respaldados por un sistema electoral mediocre, se sintieron amenazados con este asomo de lucidez pues, de no atajarlo, llevaría a transformaciones radicales en la forma de desempeñar ese oficio. Así, el voto en blanco, que primero es un derecho de la ciudadanía mientras no ponga en jaque al sistema, luego es llamado como un abuso del propio derecho (p. 138), por parte de los políticos, especialmente de centro y de derecha (siendo estos últimos los que están gobernando en esos momentos), más adelante es considerado como un virus peligroso (p. 96, 99 y 125) que hay que extirpar (tal como sucedió con la ceguera de hacía cuatro años que había puesto en vilo al país… una clara alusión a la novela del mimos autor, Ensayo sobre la ceguera [1995], con la que se conecta ya de forma expresa en la última tercera parte de la obra, p. 220, 239-240 y 324), para, finalmente, ser calificado como una provocación terrorista surgida de un complot o conspiración que hay que probar, sí o sí (p. 283). Incluso, la principal prueba de que todo es una conspiración es que no hay prueba alguna de ella, que no se habla de ella entre los ciudadanos… pues de lo contrario, ya no sería una conspiración en las sombras.
En tercer lugar, aquí entra en juego la policía, especialmente la secreta o política, que recibe el encargo del poder de buscar culpables, pues no puede ser que esa lucidez haya surgido de forma espontánea. La policía (p. 84 y 94) empieza a mostrar todo aquello de lo que es capaz (hasta poner un artefacto explosivo, para exaltar los ánimos, intentando atribuir la responsabilidad del atentado terrorista a una supuesta conspiración a favor del voto en blanco, p. 166), como buenos becerros servirles, donde el ciudadano es un donnadie, y el patrón-político lo es todo (p. 294). Sin embargo, al finalizar, un comisario de la policía, que recibió el encargo de buscar culpables entre los inocentes, es quien termina redimiendo la justicia ocultada por los intríngulis de un poder lleno de miedo ante la lucidez del electorado capitalino (p. 359), al negarse a obedecer las órdenes que había recibido, lo que le implicó, como le pasa a todo redentor, una doble crucifixión. La primera, cuando dio su vida por unos ideales que él no sabía que tenía dentro suyo. La segunda, por lo que terminó siendo la historia oficial, ante los medios de comunicación, de la muerte de ese comisario (p. 407).
En tercer lugar, esta obra, que como ya se puede ver desborda lo meramente literario, tocando la filosofía política, muestra la dicotomía entre un poder ciego y una ciudadanía lúcida. Pero dentro de ese poder ciego, por sus manejos corruptos y miserables (p. 365), hay algunas voces sensatas: ante las reacciones virulentas del presidente, del primer ministro, del ministro del interior y del ministro de defensa (p. 203, 222 y 363, los cuales, por demás, rivalizan entre sí, dejando en claro que en el poder no hay amigos, sino aliados transitorios), siempre buscando erradicar de tajo la lucidez del electorado capitalino, aparece la voz disonante, pero minoritaria, del ministro de justicia y de cultura (y no podía ser menos, que los jefes de las carteras de lo justo y lo culto mostrasen su disidencia ante la dicotomía expuesta), quienes, dentro del consejo de ministros, llaman a la cordura. Incluso, es la voz disonante del ministro de justicia la que deja en claro que el comportamiento del electorado capitalino fue una lucidez (lo que da nombre al libro).
Y aquí queda en claro esa brecha entre lo que dicen los políticos, públicamente, y lo que organizan, junto con sus lacayos policiales, para mantener el control de una sociedad que consideran como propia. Sin embargo, a pesar del discurso que califica el voto en blanco como un virus inoculado por una conspiración terrorista, a pesar de que se intentaba crear caos en la capital para que los ciudadanos abandonases su tozudez de votar en blanco, retirando el gobierno y los servicios policiales (p. 123), aun así, la capital seguía funcionando bien, incluso mejor que antes (p. 133, 146, 181 y 281), fruto de la autogestión de los asuntos públicos por parte de los ciudadanos. Ya podrán imaginarse la furia que implicaba en los políticos ver que, a pesar de todo, los ciudadanos aprendían a convivir mejor sin aquellos.
Queda claro pues que la obra elogia la autogestión de los colectivos sociales y denuncia los tejemanejes corruptos a los que están habituados los partidos políticos dominantes en las democracias electorales. Fruto de ello está el escribir siempre Estado con e minúscula. El estado no está por encima de sus ciudadanos, como para darle el relieve de la mayúscula inicial. Algo similar ocurre con dios, escrito así, con d minúscula, al que se indica, por demás, que está sordo (los políticos ciegos, p. 263, y dios sordo, p. 141), así como el silencio cómplice de los medios de comunicación y de las iglesias que prefirieron apoyar al régimen político o, los más moderados, simplemente callar para evitar retaliaciones (p. 173).
El libro pues le dice al lector que la forma de cambiar el sistema no pasa por la revolución (que lo único que hace es cambiar a algunos políticos inescrupulosos por otros), ni las manifestaciones o marchas populares (p. 169), sino bloquear el sistema desde adentro, desde un derecho que otorgó sin saber lo que esto podría conducir: el voto en blanco. En este sentido, la democracia brinda una salida institucional al cáncer que ella misma produce, lo que me lleva a aquella afirmación aristotélica de que la democracia es mala, pero no tan mala como los demás regímenes.
Y aquí termina mi reseña de un libro lleno de frases inteligentes, que deja en claro la erudición del autor (p. 207), la que se convierte en todo un reto pues le pone la vara muy alta al lector para entender tantas referencias a obras, situaciones históricas y personajes universales que allí aparecen, todo con un excelente toque de humor negro, que le da ese sabor final tan característico de las obras de Saramago, un humor tan ácido que puede corroer la perspectiva política de su lector (p. 343, 347).
En conclusión, si bien esta novela no estuvo a la altura, a mi modo de ver, de su obra maestra Ensayo sobre la ceguera, si bien es difícil al inicio, mientras el lector logra habitar la forma en la que es narrada, Ensayo sobre la lucidez es un texto matriz de miles de ideas políticas tan relevantes en una sociedad que empecina en su democracia, a pesar de los males internos que la habitan. 2024-09-19.
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