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Leí “Marco Aurelio y los límites del imperio” de Pablo Montoya (Bogotá: Random House, 2024, 304p.). De esta novela habría varias cosas por decir. Empecemos por el autor: se ha destacado por su agradable prosa (lo que cautiva fácilmente al lector), por la forma como logra sacarle jugo a las palabras y su rigor investigativo para lograr mostrar, con cierta objetividad, a sus personajes y a su entorno cultural y político. Sobre este aspecto, resalto su anterior novela, “Tríptico de la infamia” (2014), que no solo me cautivó en cuanto narración, sino que maneja con cierta propiedad los contextos de la guerra de religiones europea y la conquista de América, que es el ambiente en el que se desarrolló la trama de su obra del 2014. No obstante, ya hablando de esta novela del 2024, no hay consenso entre los académicos sobre la coherencia entre lo escrito y lo hecho por el filósofo-emperador. Montoya muestra a un Marco Aurelio que pivotea entre ser fiel a sus pensamientos y responder con pragmatismo a los retos que asumía su gobierno; esto es, nos muestra a un emperador más o menos coherente entre su obra y acción, pero que era consciente de que las circunstancias del imperio no le permitían hacer todo lo que consideraba justo. Montoya nos ofrece una imagen muy bondadosa del protagonista a la par que así enseña algunas claves elementales del pensamiento de la época, en especial del estoicismo, de forma tal que estas letras no solo entretienen, también forman. Pero, sobre tal coherencia, como ya lo indiqué, no hay consenso alguno. Es más, muchos historiadores, fundados en las fuentes de la época, que a su vez parten muchas veces de los comentarios (chismes) que circulaban en las calles romanas, así como de ciertos relatos históricos entrecruzados, sugieren que Marco Aurelio fue el autor intelectual de la muerte de su esposa Faustina (quien tenía una pésima fama en Roma, como una mujer adúltera y envilecida por el poder) y de uno de sus generales que lo traicionó, Avidio Casio. Al parecer, Marco Aurelio ordenó la muerte de su esposa y de Avidio cuando supo que entre ellos había una comunicación fluida para repartirse el poder, cuando ellos dos creyeron, erróneamente, que Marco Aurelio había muerto en los límites del imperio.
Otro aspecto por el que se acusa a Marco Aurelio de incoherente está en sus campañas militares contra los bárbaros, por la crueldad inherente a la guerra legionaria, así como la persecución contra los cristianos que si bien no hay evidencia de que haya sido ordenada expresamente por este emperador, por lo menos sí contó con su silencio cómplice. Sobre el primer aspecto, es importante mencionar que mucho se especula sobre qué habría sucedido si Marco Aurelio hubiera podido terminar su campaña contra los germanos. Él murió de una epidemia, posiblemente de viruela hemorrágica, durante esta campaña y su hijo, Cómodo, en vez de terminarla con éxito, la abandona para disfrutar la vida lujosa, placentera y palaciega en la Urbe, lo que será un gravísimo error para la supervivencia de Roma con el paso del tiempo; pero la novela sí deja en claro que el gran error de Marco Aurelio fue dejar en el poder a su hijo Cómodo, en vez de haberlo dejado en manos de Claudio Pompeyano, su yerno. Sobre lo segundo, la novela refleja muy bien el miedo del romano promedio a la nueva religión, y la persecución se debió fundamentalmente a problemas del mantenimiento del orden público: Roma era un imperio donde coexistían cientos de pueblos y, por tanto, de religiones, pues a la Urbe, con muy buen tino, nunca le interesó unificar este aspecto, ya que su fuerza surgía de su pluralidad. Por tanto, la convivencia de tantos pueblos entre sí depende de una política fuerte de tolerancia religiosa y politeísmo (p. 258), que el cristianismo puso en jaque al afirmar que había un solo Dios y que este era celoso, por lo que el creyente debía rechazar, a veces con actos violentos, las otras religiones. Además, las luchas entre ellos con los judíos y entre diversas facciones cristianas amenazaba la concordia (con todo lo que esta virtud representaba para el romano). Esta lucha a fuego lento estaba socavando la convivencia del imperio. A esto se suma la mirada sospechosa de los ciudadanos libres romanos ante una religión a la que accedían lo más bajo de su sociedad (esclavos, analfabetas, menesterosos, etc.) y el fanatismo de algunas facciones cristianas que se negaron a cumplir ciertos deberes cívicos por considerar que atentaban contra su fe (como el servicio militar, pagar ciertos impuestos para financiar los templos paganos, el adorar a los emperadores que fueron proclamados dioses o pedir por ellos a la propia divinidad, etc.) y que, no contentas con esto, provocaban a los que no profesaban su fe. Se agrega que muchos romanos, que eran muy supersticiosos, les echaron la culpa a los cristianos de las enfermedades, las pandemias o los reveses militares, ya que estos no cumplían plenamente con sus deberes públicos, por lo que, ante el pecado de esa facción, todos eran castigados por los dioses (en aquel entonces se creía que la responsabilidad ante el destino es colectiva y no individual). Sin embargo, el autor destaca que los cristianos, sin la persecución y sin Roma, nunca habrían llegado a ser exitosos: Los cristianos, “gracias a nuestras vías de comunicación y a la paz que intentamos establecer a través de las leyes, sobrevivirán como el credo religioso del orbe” (p. 236) y justo en ese momento, de ser grupos perseguidos se volverán perseguidores: “Y al que nos les obedezca lo perseguirán y lo castigarán con un rigor más férreo que el nuestro que los intenta controlar” (p. 255).
Entonces, podríamos decir que la novela nos expone un Marco Aurelio con el que muchos historiadores no estarían totalmente de acuerdo. Sin embargo, una novela como esta, aunque sea histórica, no tiene por qué ser objetiva, solo verosímil. La novela no puede asumir las funciones del texto académico. Igual sucede del otro lado: un lector no puede creer que una novela le describe hechos reales, no solo porque el pasado es algo que nadie podrá capturar plenamente en sus manos (ningún autor ni lector), pero también porque, como ya lo dije, la literatura es un tipo de narración diferente al escrito científico. En este sentido, Montoya nos trae una novela que reúne la función básica de la literatura: entretiene, pero no se queda allí. Además, “informa” buenamente sobre el contexto cultural (con sus creencias), jurídico (por la importancia del derecho romano) y político-militar del filósofo-emperador, y “forma” en algunos principios básicos de la filosofía del momento, en especial del estoicismo, a partir de reflexiones desafiantes para el lector; sin embargo, no podemos pedirle exactitud histórica ni él tiene por qué darla. Estoy seguro de que el lector queda incentivado para estudiar un poco más por su cuenta sobre ese interesante período que refleja esta novela y sobre una escuela filosófica que hoy día está tomando dimensiones fuertísimas porque se convierte en una forma de afrontar la crudeza del mundo hiperindividualista, hiperconsumista e hiperdesgarrador como lo es el nuestro.
Finalmente, una observación curiosa: uno de los personajes con lo que conversa Marco Aurelio, en Alejandría, es, nada más y nada menos, que Borges (p. 174 en adelante), con quien debate sobre la importancia del lenguaje y de los libros. Esto me recuerda la obra “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, donde igualmente muchos personajes históricos inspiraron diversos personajes de la novela, y tanto en el colombiano como en el italiano, Borges es uno de ellos.
Por todo lo anterior, la recomiendo ampliamente (2024-05-27).
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