Reseña del libro "El clan de los bombarderos" (2022)

Reseña de: GLADWELL, Malcolm. El clan de los bombarderos. Un sueño, una tentación y la noche más larga de la Segunda Guerra Mundial. Trad. Juan Luis Trejo. Bogotá: Taurus, 2022. 222p. ISBN: 978-958-5165-33-5.

Se trata de un texto que está en la frontera entre el ensayo periodístico y la novela, que aclara una disputa estratégica al interior del cuerpo aéreo del ejército de los EEUU (que luego dará lugar a la Fuerza Aérea de dicho país) y que, en el fondo, termina mostrándose como uno de los grandes dilemas de la humanidad.

Esta obra narra cómo un grupo de visionarios del cuerpo aéreo (que se denominó la mafia o el clan de los bombarderos, liderados por Harold George y Donald Wilson) consideró, antes de la II Guerra Mundial (IIGM), que la mejor forma de ganar una guerra es mediante bombardeos de precisión sobre centros claves en la industria militar del enemigo. Esta doctrina supuso crear un complejo (y complicadísimo) instrumento técnico (una mira especial que se denominó Mark XV) que les permitiera a los bombarderos arrojar sus bombas en un punto certero, a pesar de la velocidad de los aviones y la altitud desde la que se arrojarían las bombas. Esta mira (diseñada por Carl L. Norden) le costó al gobierno de EEUU un dineral, tanto que fue uno de los tres contratos más caros de la industria bélica del momento (p. 38).

Ahora bien, cuando estalló la IIGM, esta estrategia resultó un fracaso por mil aspectos que no se podían tener en cuenta cuando se diseñó. Por ejemplo, es muy diferente usar el instrumento de precisión inventado en tiempo de paz a usarlo cuando el bombardero está siendo atacado por cazas y artillería antiaérea enemigos. Igualmente, esa mira no podía suplir las deficiencias climatológicas con las que tenían que enfrentarse los bombarderos en Japón y en Alemania. En fin, mientras continuaba la guerra y las pérdidas se acumulaban entre los bombarderos y sus tripulaciones (asunto que inspiró la cinta “Almas en la hoguera”, Dir. Henry King, 1949) se fue imponiendo entre algunos oficiales de aviación estadounidense el criterio inglés (que fue el mismo que usó la aviación nazi) de bombardeos de área o de alfombra (es decir, arrojar las bombas en sectores urbanos, sin mayor precisión, sin apuntar a nada en particular, con el fin de infundir terror en la población civil), pues se creía que con esta nueva estrategia disminuiría el número de aviones derribados (cosa que resultó cierta) y aumentaría la presión sobre el enemigo (asunto que generaría un dilema ética del que hablaré luego).

Este cambio de estrategia supuso un enfrentamiento táctico y estratégico entre dos sectores, uno representado por el general Haywood Hansell Jr. (un moralista, creyente e intelectual), quien defendió los bombardeos de precisión y sobre instalaciones militares e industriales,  y otro con la figura emblemática de Curtis E. LeMay (un guerrero práctico, poco dado a las elucubraciones), quien usó las técnicas de bombardeo de alfombra sobre Japón, en especial con un nuevo descubrimiento de la industrial militar: el napalm. Es importante señalar que los bombardeos indiscriminados en Japón, con napalm, mataron a más civiles que las dos bombas atómicas arrojadas sobre dicho país. ¿Quién se impuso? LeMay. El sueño de Hansell se volvió una pesadilla, dirigida por LeMay. Por demás, estos dantescos bombardeos de alfombra inspiraron una película que se ha vuelto de culto: “La tumba de las luciérnagas” (Dir. Isao Takahata, 1988).

Pero este debate implica un dilema ético casi que insalvable. Parecería que lo más correcto, moralmente hablando, son los bombardeos de precisión (Hansell Jr.); sin embargo, dichos bombardeos no estaban dando los resultados esperados por el alto mando aliado. Entonces, ¿la idea contraria es inmoral? Justo aquí está el dilema. ¿Qué hacer en tiempos de guerra? Efectivamente, esos bombardeos indiscriminados asesinaron a cientos de miles de civiles alemanes y japoneses; pero, sin ellos, ¿qué habría pasado? La idea de toda guerra es vencer al enemigo lo más rápido posible con el menor número de bajas de mi lado. Según los defensores del bombardeo indiscriminado, esta sería la mejor forma de lograr que Japón se rindiera lo más pronto posible, evitándole a EEUU la temida invasión anfibia sobre las islas principales de dicho país, lo que hubiera significado (según los cálculos de aquel momento) cerca de cien mil a quinientos mil soldados yanquis muertos (p. 171) (recordemos el efecto en la opinión pública de EEUU de los resultados de la batalla de Okinawa: los propios ciudadanos y políticos temieron que una invasión a las islas niponas significaría un costo demasiado alto, por lo que se trataba de terminar la guerra cuanto antes para evitar una mortandad en las propias tropas como la que sucedió en aquella isla).

Supongamos que usted, señor lector, es el presidente de EEUU y le dicen los dos bandos en disputa cómo debe bombardearse al enemigo. De un lado, un criterio táctico y estratégico que suena muy bien en teoría, que además sería el más correcto moralmente hablando, pero que en la práctica no funcionaba bien (aun la tecnología no podía lograr lo que se prometía), lo que significaba que la guerra se alargaría y se tendría que invadir anfibiamente las islas principales niponas. Del otro lado, un bando que le dice que es mejor asesinar (¡y de qué forma, pues el napalm es incendiario más que explosivo!) a cientos de miles de civiles del enemigo para que se rindan prontamente y así evitar la muerte de casi cien mil jóvenes de las propias fuerzas (muertes que habrían significado una derrota electoral para el partido político que hubiera defendido la invasión anfibia a Japón). ¿Qué hubiera hecho usted? De mi parte, solo puedo agradecer no haber sido el que tomó la decisión.

Hoy día, el criterio de los bombardeos de precisión sobre objetivos estratégicos terminó imponiéndose, pues la tecnología actual lo permite (más o menos, aun no hay una tecnología sin errores en el mundo militar y tal vez nunca lo habrá). Es por esto que Gladwell escribe que, con el tiempo, “Curtis LeMay ganó la batalla. Haywood Hansell ganó la guerra” (p. 188). Pero el que en ese momento se hubiera dejado las manos libres a LeMay (quien será una figura emblemática para la Fuerza Aérea de EEUU de posguerra) significó hechos terribles como la Operación Encuentro sobre Tokio, que fue el bombardeo más terrible (en número de muertos y edificios destruidos) de toda la IIGM. Se calcula que se arrojaron esa noche del 9-10 de marzo de 1945 cerca de 1.665 toneladas de napalm, que asesinaron a cien mil civiles en pocas horas (por demás, ese bombardeo sigue en el silencio en Japón, poco se habla de él, ni siquiera hay un monumento oficial que lo recuerde, p. 171). Claro está que esos bombardeos (incluso más que las dos bombas atómicas) llevaron al alto mando nipón a rendirse antes de que los aliados tuvieran que desembarcar en las islas principales de dicho país.

Recomiendo el libro no solo para los amantes de historias bélicas sino también a los filósofos prácticos, porque aquí se esboza uno de los dilemas morales más difíciles de resolver de nuestros tiempos: ¿cuántos muertos en el bando enemigo justifican una victoria? (2022-11-17).

 

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