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Pasando en este momento a temas de contenido, claramente la obra pretende desnudar para el público la triste realidad libanesa del posconflicto, de manera tal que, como drama social, logra un nivel alto. El asunto es que intenta deslizarse, equivocadamente, al género del drama judicial donde pierde consistencia y se vuelve poco verosímil. Un abogado encontraría muchos cuestionamientos a la forma como se intenta retratar un juicio, que parece más una recreación superficial de los estereotipos occidentales de lo que es el proceso judicial (no solo por la manera en la que se desarrolla el juicio, sino incluso por la forma poco convincente y la insuficiencia dramática y argumentativa de la sentencia final del tribunal). Si se hubiera quedado solo como un drama social, estaríamos ante una gran cinta.
Otro asunto sobre el cual quiero llamar la atención son todos los giros narrativos que propone el guion, tantos que la película no logra desarrollarlos adecuadamente; por ejemplo, el giro propio de saber que el abogado acusador es el padre de la abogada de la parte defensora, lo que convierte una disputa judicial en una revancha personal y un conflicto familiar, pero me pregunto ¿qué tanto contribuyó este giro al drama? Creo que tantos giros, a la larga, terminan por agotar al público que intenta interpretar y armonizar adecuadamente toda la información que se le brinda, pero se le abona al director la creatividad y la complejidad que quería introducir en la historia de base que, en cierto sentido, mantienen la alerta del espectador porque sabe que en la escena menos esperada puede saltar de nuevo la liebre.
Entonces, como ya podrá apreciarlo el lector, la fortaleza del filme está en la exposición del drama social (las dificultades de convivencia entre personas que antes se consideraban enemigas solo por su credo o sus raíces culturales, pero a su vez cómo intereses poderosos terminan aprovechándose de estas heridas abiertas para sus propios intereses), cosa normal pero no por ello menor en las sociedades en posconflicto, donde, como lo deja en claro la obra, las armas pueden callarse pero los recelos, los odios y el dolor continúan, pues como se dice en la cinta “nadie tiene el monopolio del sufrimiento”. En este sentido esta película abre miles de oportunidades para reflexiones sobre la tolerancia (base de la convivencia y la cooperación sociales), la justicia de las víctimas (siguiendo los planteamientos del filósofo Reyes Mate, aclarando que todos, en cierta medida, en estos conflictos tan complejos, son víctimas y victimarios), y finalmente, el reconocimiento del otro como un interlocutor válido. A este respecto, el conflicto armado es reemplazado por el conflicto verbal fruto de una sociedad en la que apaciguar los recuerdos es algo más lento y difícil que poner de acuerdo a los líderes de los grupos rivales. Y es la palabra, inicialmente un insulto, y luego el silencio, el de las miradas cruzadas entre los litigantes (Toni y Yasser) con las que termina la película, los extremos en los que se juega el reconocimiento del (valor del) otro.
En conclusión, estamos ante un filme competente, que pudo ser magistral si se hubiera quedado en la exposición del drama social y si hubieran reducido, un poco, los giros narrativos que ofrece. No obstante, es una obra de un gran valor para deliberar sobre las sociedades en posconflicto, lo que la hace pertinente para entendernos (los colombianos) mirando a otros (los libaneses). La recomiendo en los términos anteriores. 2020-07-03.
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