Sobre cómo el cine se vuelve un experimento psicológico sobre la díada cordura/locura

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Vi “The Lighthouse” (“El Faro”, EE.UU., 2019), dirigida por Robert Eggers [1983-], quien antes nos había sorprendido, gratamente, en el género gótico y de terror, con “The Witch” (2015). El guion es del propio director junto con Max Eggers, su hermano. La música es mérito de Mark Korven y la fotografía de Jarin Blaschke (aplausos). El reparto es maravilloso: Willem Dafoe (aplausos) y Robert Pattinson (aplausos). Bien hecho por este último, porque así logró desmarcarse de ese letrero que tenía sobre su cabeza por haber sido uno de los protagonistas de la saga de “Crepúsculo”. La cinta, ambientada a finales del siglo XIX, narra los conflictos entre el veterano farero Thomas Wake (Willem Dafoe) y su joven ayudante Ephraim Winslow (Robert Pattinson), quienes deben custodiar y mantener funcionando un faro en una alejada isla, durante un mes, mientras llega el relevo. Ahora bien, la película ha logrado importantes críticas, enfocadas especialmente en tres aspectos. El primero es la magnificencia del dúo protagónico, que trasluce un duelo difícil de igualar; el segundo, la espléndida fotografía caracterizada, como corresponde con el género, con los claroscuros, a la vez que, por medio de ciertas escenas se intenta evocar algunas piezas artísticas, cosa sobre la que volveré más adelante; y la tercera, la originalidad del guion, que crea una atmósfera claustrofóbica y asfixiante (ayudada por las imágenes y el sonido) muy propicia para el thriller psicológico, aunque realmente deja muchos cabos sueltos y algunas preguntas sin responder. En este sentido, estamos ante un filme majestuoso, pero que, por sus intenciones artísticas y la atmósfera gris que pretende, termina siendo una obra densa para el espectador que solo desea diversión ante la pantalla. Dicho con otras palabras, la obra es ideal para quienes decidan dejarse arrastrar, como los personajes, por la locura y las alucinaciones que campean en el faro.
En cuanto al contenido, primero quiero resaltar, una vez más, la intención del director de usar varias fuentes de inspiración, por lo que hace referencias al arte pictórico. De esta manera (ver imagen adjunta), se recrean las siguientes pinturas: “Hypnosis” (1904) de Sasha Schneider, “Two Sailors” (1896) de Albert Edelfelt, “Light House Hill” (1927) de Edward Hopper y “Boceto” (1888) de Van Gogh. Esto es meritorio porque se nota, claramente, el esfuerzo de ir más allá del entretenimiento que un espectador, válidamente, le puede pedir al séptimo arte.
Lo segundo que quiero resaltar es que la cinta puede ser leída desde múltiples puntos de vista. La que propongo es verla como un experimento psicológico sobre la tensión entre soledad y sociabilidad, aunque más específicamente sobre la diada locura/cordura en las personas, pero en una vía diferente a la que puede ser el mito del marinero que queda atrapado en una isla solitaria (que tarde que temprano, para evitar la enajenación, termina por recrear un compañero de infortunios). En este caso, la película es muy inteligente en la forma como presenta los personajes inicialmente, y de su evolución en el encierro hasta llegar al clímax narrativo en que ya el espectador no sabe quién está cuerdo, qué es real y qué alucinación.
Así, como experimento fílmico, no solo se rinde homenaje al arte pictórico, con las referencias antes dichas, sino también a la literatura, al recrearse el ambiente tenebroso que Melville o Lovecraft, por dar dos casos, pudieron narrar. Se llega, entonces, a un punto donde la vigilia y el sueño se encuentran y ya uno no sabe dónde está el sol y dónde la luna. Y esto es un mérito para aplaudir de la dirección y el guion. Claro está que esta línea de interpretación tiene un mensaje siniestro cuando recordamos que los poderes tiránicos han sabido llevar a la realidad estas atmósferas asfixiantes que llevan a cualquiera a retar su cordura y, con ello, su dignidad. Pensemos en los centros de detención clandestinos o en los campos de exterminio, así como en los ambientes lúgubres de la guerra de trincheras, de la fábrica fordista o del manicomio en épocas de florecimiento de la psiquiatría positivista, para entender cómo la destrucción de lo humano empieza, pero no termina, por el enrarecimiento de la atmósfera en la que la persona vive. No hay cordura que resista esa tensión que bien se respira en obras de arte como la que ahora reseño, y lo peor es que es muy difícil, una vez se pierde (el sentido de) la cordura, recordar el camino para volver a ser humano.
En consecuencia, si bien es claro que no estamos ante un cine-espectáculo, si lo estamos ante uno que nos aturde, y nos invita a pensar en los ser-ahí, en los tiempos y lugares, donde el aturdimiento es regla general y así nos hace olvidar de lo que parecía que nos era esencial: la humanidad empática. El faro podría ser, una nueva metáfora del Leviatán moderno. La recomiendo. 2020-07-09.


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