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En cuanto al contenido, primero quiero resaltar, una vez más, la intención del director de usar varias fuentes de inspiración, por lo que hace referencias al arte pictórico. De esta manera (ver imagen adjunta), se recrean las siguientes pinturas: “Hypnosis” (1904) de Sasha Schneider, “Two Sailors” (1896) de Albert Edelfelt, “Light House Hill” (1927) de Edward Hopper y “Boceto” (1888) de Van Gogh. Esto es meritorio porque se nota, claramente, el esfuerzo de ir más allá del entretenimiento que un espectador, válidamente, le puede pedir al séptimo arte.
Lo segundo que quiero resaltar es que la cinta puede ser leída desde múltiples puntos de vista. La que propongo es verla como un experimento psicológico sobre la tensión entre soledad y sociabilidad, aunque más específicamente sobre la diada locura/cordura en las personas, pero en una vía diferente a la que puede ser el mito del marinero que queda atrapado en una isla solitaria (que tarde que temprano, para evitar la enajenación, termina por recrear un compañero de infortunios). En este caso, la película es muy inteligente en la forma como presenta los personajes inicialmente, y de su evolución en el encierro hasta llegar al clímax narrativo en que ya el espectador no sabe quién está cuerdo, qué es real y qué alucinación.
Así, como experimento fílmico, no solo se rinde homenaje al arte pictórico, con las referencias antes dichas, sino también a la literatura, al recrearse el ambiente tenebroso que Melville o Lovecraft, por dar dos casos, pudieron narrar. Se llega, entonces, a un punto donde la vigilia y el sueño se encuentran y ya uno no sabe dónde está el sol y dónde la luna. Y esto es un mérito para aplaudir de la dirección y el guion. Claro está que esta línea de interpretación tiene un mensaje siniestro cuando recordamos que los poderes tiránicos han sabido llevar a la realidad estas atmósferas asfixiantes que llevan a cualquiera a retar su cordura y, con ello, su dignidad. Pensemos en los centros de detención clandestinos o en los campos de exterminio, así como en los ambientes lúgubres de la guerra de trincheras, de la fábrica fordista o del manicomio en épocas de florecimiento de la psiquiatría positivista, para entender cómo la destrucción de lo humano empieza, pero no termina, por el enrarecimiento de la atmósfera en la que la persona vive. No hay cordura que resista esa tensión que bien se respira en obras de arte como la que ahora reseño, y lo peor es que es muy difícil, una vez se pierde (el sentido de) la cordura, recordar el camino para volver a ser humano.
En consecuencia, si bien es claro que no estamos ante un cine-espectáculo, si lo estamos ante uno que nos aturde, y nos invita a pensar en los ser-ahí, en los tiempos y lugares, donde el aturdimiento es regla general y así nos hace olvidar de lo que parecía que nos era esencial: la humanidad empática. El faro podría ser, una nueva metáfora del Leviatán moderno. La recomiendo. 2020-07-09.
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