Vi, de nuevo, Easy Rider (“Busco mi destino”, EE. UU., 1969) dirigida, coescrita
y coprotagonizada por Dennis Hopper [1936-2010], un artista multifacético (además
de sus roles en el cine, fue pintor, poeta y fotógrafo). El guion es fundamentalmente
mérito de Hopper, pero hay que darle créditos, igualmente, a Terry Southern y
Peter Fonda. El reparto, como ya se dijo, inicia con el propio director, junto
con Peter Fonda y Jack Nicholson, quien hace una de sus mejores
interpretaciones en el cine independiente. La música es grandiosa en tanto
permite una buena ambientación de una época de rebeldía, a la vez que cada canción
refleja adecuadamente el momento. Entre las canciones de la banda sonora hay una
de Steppenwolf, “Born to be wild”, con la cual la película logra fundirse a un
punto que no se sabe si la canción se volvió famosa por el filme o el filme por
la canción. La cinta clasifica como una Road Movie, pero por el paso de los
años se volvió, además, una película de
culto, por todo lo que mencionaré a continuación. La obra narra el largo viaje
que Wyatt (Fonda) y Billy (Hopper), motociclistas sin dios ni ley, hacen desde Los
Ángeles para poder asistir al famoso carnaval de New Orleans, Mardi Gras. En el
camino son auxiliados por el joven abogado George Hanson (Nicholson). Ahora
bien, pasando al análisis de la película, debe partirse de que hay obras que
tienen tanta fama tras de sí que el espectador, al verlas, siente que le
quedaron debiendo más espectáculo pues a fin de cuentas estaba lleno de preconcepciones
en torno a un mito en el arte. Este es uno de esos casos. De entrada, digamos
que el filme, en sí mismo, estéticamente hablando, no explica por qué se volvió
una película de culto. Es por ello por
lo que muchos críticos consideran que ha sido injustamente mitifica esta cinta,
pues no impresiona estéticamente, salvo por la música, las buenas interpretaciones
protagónicas y el aire rebelde, que siempre cae bien para evitar la zona de
confort, en el guion. Sin embargo, el gran mérito de la obra que justifica plenamente
la fama que hoy día tiene está en que logra captar, como pocas películas lo
hacen, el espíritu de la época, si es
que se me permite usar esta expresión propia del romanticismo e idealismo
alemán. Podría decirse, desde otras corrientes, que recoge una cultura contraria
a la dominante, recoge una contracultura que afloraba en las insurrecciones de
1968 y en el movimiento hippie, y que se manifestaba contra una sociedad
conservadora, patriarcal y capitalista que, en últimas, terminó por absorber el
espíritu rebelde y lo volvió un negocio con el paso del tiempo. En cierto sentido,
ese espíritu de la época recuerda la
funesta predicción de Heidegger sobre que el capitalismo (que es una palabra
que va mucho más allá del neoliberalismo), como época de la imagen del mundo moderno,
está en condiciones de absorberlo todo. En esta película, el afán rebelde
termina en el asfalto, fusilado por campesinos (quien vea el final de la
película entenderá la referencia). Dicho con otras palabras, la búsqueda de
libertad terminó malograda por el miedo. Entonces, esta película logró consolidar
una contracultura en rebeldía (la motociclista y la hippie) al convertirse en su
ícono unificador. Además de lo anterior, este filme ocupó un sitio en la historia
porque hizo despegar la industria del cine independiente (una apuesta paralela,
pero no necesariamente enemiga de Hollywood) y le dio forma al “nuevo cine
estadounidense”, corriente de los años 70. Vale la pena resaltar el carácter
enigmático que los guionistas buscaron darle a ciertas escenas y a algunos diálogos,
lo cual motiva al espectador a llenar esas intrigas con su interpretación personal.
Así las cosas, si bien no es una cinta que descolló por sí misma, sí es una que
logró justificadamente volverse un mito del cine. Y nada mejor que verla ahora,
como un homenaje al rebelde Fonda, recién fallecido. Finalmente, como anécdota
de cómo el cine contribuye en otros espacios, esta obra suele ser citada como ejemplo de un concepto en la psicología
cognitiva y la filosofía moral, llamado “free rider”, que
identifica a una persona que se fija a sí mismo unas reglas morales, pero no en
el sentido categórico kantiano, sino unas reglas movibles según el “estado del
camino” o el “estado de ánimo” del agente. 2019-08-29.
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