Vi “Green Book” (EEUU, 2018), dirigida por Peter Farrelly [1956-], siendo esta su primera película en solitario (solía codirigir con su hermano Bobby en comedias con tintes provocadores) y escrita por Brian Hayes Currie, Nick Vallelonga y el propio director. La música es mérito de Kris Bowers (aplausos) y la fotografía de Sean Porter (aplausos). El reparto es de lujo: Viggo Mortensen (aplausos) y Mahershala Ali (aplausos), acompañados por Iqbal Theba, Linda Cardellini y Ricky Muse, entre otros. El filme es difícilmente clasificable, pero podría decirse que es un drama basado en hechos reales con un toque de comedia que a veces desentona con el tamaño de tragedia que se está contando. La cinta narra la amistad que surge entre Tony Lip (Mortensen), chofer, y Don Shirley (Ali), músico afroamericano, en el contexto del racismo propio de los años 60 en el “sur profundo” de Estados Unidos. Incluso, el nombre de la obra nace del libro "The Negro Motorist Green Book” que fue una guía de viaje para afroamericanos. Ahora bien, la película tiene una muy buena música y fotografía, donde se le saca gusto a la profesión de Don Shirley, todo un prodigio del piano, y a los paisajes del sur de Estados Unidos. Igualmente, las actuaciones protagónicas son maravillosas, lo que facilita la credibilidad en la narración y el asombro que la historia genera. Incluso, sin esa fuerza que Mortensen y Ali logran darle al filme, este habría sido una obra mediocre y previsible, perfecta para ver en familia un domingo perezoso en la tarde. Esto se debe a que la trama no presenta mayores sorpresas y sigue las enseñanzas bien conocidas de los “road movies”; por demás, las cercanías -cambiando los roles- con “Drivin Miss Daisy” (1989, Dir. Bruce Beresford) son palpables. Además, se acerca de forma muy reduccionista a un problema tan complejo como lo ha sido el racismo, la segregación y la homofobia. Por decir algo, se enuncian, sin ahondar el drama que eso implica, los continuos cambios de rol en los complejos procesos de discriminación a los que se ve sometido Don Shirley, donde pasa de ídolo a subhumano, no solo frente a blancos (que lo aplauden mientras lo estigamtizan) sino también frente a otros afroamericanos (que no lo venían como uno de los suyos). Entonces, se señala el problema, se genera un asombro pertinente, pero no se exploran causas y consecuencias. De todas maneras, a pesar de que no estamos ante una narración extraordinaria en cuanto a sus giros, sí lo es por la contundencia de los hechos que describe, por la invitación política que hace al espectador y por la manera sencilla a la vez que honesta con que es contada. Aquí valdría la pena resaltar que la denuncia del racismo es un tema reiterado en muchas obras cinematográficas y con casi los mismos recursos narrativos, lo que podría minar, con el tiempo, la legítima expectativa del espectador por lo novedoso (incluso el cine político debe revolucionarse, de vez en cuando, en su manera de denuciar). Sin embargo, largometrajes como este siempre serán pertinentes pues el cine, además de entretener, tiene en sí la posibilidad de “formar” (“dar forma”) una postura crítica ante hechos que nos siguen avergonzando. Desde el momento mismo en que el arte deje de recordar lo malditos que fuimos, quedará la terrible posibilidad de olvidar lo malditos que somos ahora con varios grupos y colectivos sobre los cuales cae el odio o la indiferencia que, hoy día, consideramos normales y necesarios. Esperemos que el cine, dentro de algunos años, nos recuerde estos hechos cotidianos como realmente lo son para quienes los padecen en la actualidad. Y esto me lleva a resaltar, en las pocas líneas antes dichas, el valor político del arte en general y del cine en particular: sacarnos de la posición cómoda en la que nos encontremos para que podamos así asombrarnos frente a la obra y, tal vez, podamos trasferir ese asombro ante nuestra propia vida. Creo que esta cinta, a pesar de su sencillez y predictibilidad, logra el asombro. 2019-09-27.
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