Sobre cómo el cine exorciza el demonio de la culpa: el cine como un río al que hay que arrojar las angustias

www.filmaffinity.com
Vi, una vez más, “Roma” (Argentina-España, 2004), dirigida por Adolfo Aristarain [1943-], siendo este su último largometraje como director. Por demás, es el propio Aristarain quien señaló que así cierra una trilogía: “Martín (Hache)” (1997), “Lugares comunes” (2002) y “Roma”, en tanto son, según su sentir, tres obras “de un mismo conjunto de miedos”. El guion es del propio director junto a Mario Camus y Kathy Saavedra. Además, cuenta con un reparto de lujo: Juan Diego Botto, José Sacristán y Susú Pecoraro, entre otros. De los dos primeros, hay que señalar que ya eran actores bien conocidos por Aristarain. La trama se centra en un anciano escritor, Joaquín Góñez (Sacristán), quien escribe su autobiografía como forma de recaudar dinero para tener con qué vivir bohemiamente sus últimos días, junto con el joven periodista Manuel Cueto (Botto). Relatando su vida, Góñez rinde homenaje a su madre, Roma (Pecoraro). Empiezo señalando que la cinta se está volviendo, por los méritos de los que hablaré, una película de culto o, por lo menos, una de aquellos filmes entrañables que difícilmente se olvidan. Claro está que, para aquel momento, si bien obtuvo algunos reconocimientos (verbigracia, nominaciones a los Premios Goya y el Festival de San Sebastián en el 2004), no fueron los que el espectador habría considerado como los justos y necesarios. Estéticamente, la obra es muy correcta, pero destaca la fuerza de las actuaciones protagónicas, en especial la de Botto (quien hace del periodista asistente del viejo escritor, así como de Góñez joven). Este último aspecto, por demás, ha dado lugar a interesantes especulaciones sobre si todo fue fruto de la imaginación del escritor, de un lado, o sobre cómo Góñez joven y el periodista asistente representan un mismo sitio o una misma persona virtual en la narración, del otro. A lo anterior se suma las múltiples coincidencias que hay entre la autobiografía de Góñez con la vida misma de Aristarain, en especial en lo que atañe a las relaciones con su madre, y a sus vivencias en la ciudad de Buenos Aires. Pasando a otros asuntos: la película se centra en un tema bastante recorrido por el arte y el psicoanálisis. Las relaciones hijo-madre, que fácilmente terminan encauzándose a la culpa, el remordimiento y la añoranza. En este caso, una madre valiente y muy poco convencional, que se sacrifica completamente, que se ofrece a sí misma para la libertad del hijo, pero de uno que parece no estar a la altura de tan alto sacrificio. Al finalizar, será el devenir del río (siguiendo un consejo del padre de Góñez) el que se llevará las penas de quien nunca se considerará que estuvo o que estará al nivel de su madre. Por lo anterior, se podrá ver que no hay mayor originalidad en la idea central, pero aun así, por su talentosa forma de contar la historia, estamos ante un filme que logra alojarse en el corazón de los espectadores, en tanto que es fuerte motor de emociones, sin caer en el melodramatismo y la cursilería de otras obras que quieren lograr ese mismo efecto pero por vías más fáciles, a la vez que censurables. Por demás, si bien la cinta no tiene pretensiones eruditas, sí permite hacer interesantes análisis psicoanalíticos y psicológicos sobre la culpa misma, más allá de un mero complejo edípico, tanto en el protagonista como en el propio director (este largometraje fue para Aristarain como el río para Góñez). También, la película aprovecha para darnos una mirada de la clase media porteña de la mitad del siglo XX, de la vida bohemia de los frenéticos años 60 del siglo pasado y de la dictadura militar que rompió en dos la historia de Argentina. Llamo la atención sobre la necesaria reflexión y rememoración de aquellos años en los que se forjó nuestra personalidad. Esa rememoración suele estar aparejada de añoranza en tanto es común creer que todo pasado fue mejor; pero esa rememoración debe tener otro sentido: reconocer el “yo” como estructura inacabada, como mera pretensión de ser, como una fuerza presente en el pasado, la cual nunca podrá dar todos sus frutos en el futuro. De allí las lapidarias frases existencialistas, que me recuerdan los irónicos aforismos de Schopenhauer, que continuamente deja caer el anciano escritor sobre su asistente. Concluyo llamando la atención sobre cierto cliché en la forma en como el cine trata a los escritores famosos: vanidosos, arrogantes, ingeniosos y con frases lapidarias sobre la vida, cosa que podemos ver, por dar un caso reciente, en “El ciudadano ilustre” (2016, dir. Mariano Cohn y Gaston Duprat). En fin, estamos, pues, ante una gran obra que vale la pena ver. 2019-05-31.


No hay comentarios

Leave a Reply