Vi “120 battements par minute” (“120 latidos por minuto”, 2017, Francia), dirigida por Robin Campillo [1962-], de origen marroquí y militante en la lucha contra el SIDA en el colectivo ACT-UP (que es el mismo que se retrata en la obra que reseño), con pocas películas dirigidas en su haber, pero todas de buena factura. El reparto está compuesto por Nahuel Pérez, Adèle Haenel, Yves Heck y Arnaud Valois, entre los más importantes. Estamos ante una cinta dramática enfocada sobre un colectivo parisino de principios de los años noventa del siglo pasado, que busca crear conciencia sobre la gravedad del SIDA y reclamar más atención pública en la lucha contra la enfermedad, para lo cual no dudan en hacer uso de todo tipo de medios para lograr su objetivo. Dentro de este ambiente se gesta una relación de amor entre Nathan (Arnaud Valois) y Sean (Nahuel Pérez), ambos contagiados de SIDA, aunque la enfermedad de Sean está mucho más avanzada. Pasemos al análisis: la obra, para empezar, ha sido un éxito ante la crítica. Ha logrado importantes premios y nominaciones. Por ejemplo, fue la representante por Francia para los Oscar 2018 y obtuvo, por mencionar un solo caso entre muchos posibles, el gran premio del jurado en el Festival de Cannes, 2017. Estéticamente, el filme es correcto, aunque me pareció que el ritmo no fue debidamente distribuido a lo largo de la película, lo que se puede apreciar con mayor claridad si se comparan los primeros 25 minutos del inicio con los mismos minutos finales. Pero sin duda alguna, su fuerza está en la narración, aunque tiene una “trampa” para el espectador. Sobre la narración, esta es directa, podríamos decir que hasta seca, aunque deja resquicios por los cuales aparece el erotismo y la rabia. Frente a la trampa, el espectador puede caer en ella si se enfoca solamente en la parte que conmueve. Es que la cinta logra dicho efecto, el de conmover al espectador, al humanizar con agudeza la tragedia del SIDA, una de las guerras pendientes por ganar en la cultura contemporánea. Pero como lo dije, la obra va más allá, pues dentro de ese ambiente de lucha para reclamar más atención sobre una enfermedad, se inserta una historia de amor entre una pareja gay a la que hay que ponerle atención especial, amor al que el filme mismo parece, tramposamente, poner en un segundo plano. Es importante este asunto pues no podemos dejar de atender que es un amor de dos jóvenes, uno de ellos en su fase terminal de la enfermedad maldita. No es un amor cualquiera. Ahora, esta película es una excelente oportunidad para deliberar en torno a la guerra contra el SIDA, que se vivió de forma diferente en los noventa del siglo pasado a como se vive hoy. En aquel entonces, como bien se refleja en la cinta, la lucha era de vida o muerte pues el SIDA estaba asociado a un imaginario social de enfermedad mortal y con varios estigmas terribles, por demás. En la actualidad, salvo para aquellos que están en la primera línea de combate, hay una sensación generalizada de que el SIDA ya no es una enfermedad tan grave, que es una afección de segunda clase que solo ataca a degenerados. La conciencia crítica sobre la gravedad de la enfermedad y los falsos estereotipos que la rodean, conciencia por la que lucharon muchos colectivos en el pasado como el retratado en esta obra, ha decaído en las representaciones colectivas contemporáneas, lo que puede significar un incremento del contagio, más allá de lo imaginable, de la enfermedad hoy día. En este sentido, la obra hace una invitación crítica al espectador sobre la importancia de no bajar la guardia en la lucha contra esta enfermedad, pero reitero que no hay que perder de vista la complejidad trágica del amor que allí se expone, lo que nos recuerda que además de enfermos luchando por sus derechos, hay seres humanos sintientes. La recomiendo. 2019-01-16.
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