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Vi “El
ángel exterminador” (México, 1962) dirigida por el magnífico Luis Buñuel
[1900-1983], con guion del propio director junto con Luis Alcoriza, y
protagonizado por lo mejor de su momento: Silvia Pinal, Enrique Rambal, Jacqueline Andere, José Baviera, Augusto Benedicto, Claudio Brook, César del
Campo, Antonio Bravo, entre otros. La película se centra en una cena de personas
de la alta burguesía, quienes, por causas inexplicables, no pueden abandonar el
salón una vez terminan de comer, de forma tal que las “buenas maneras” ceden a
los “instintos” naturales. Estamos ante una película de culto que ha dado tanto
de qué hablar que es imposible seguirle la pista a todos los comentarios.
Incluso, el propio Buñuel, al ser cuestionado sobre qué significaba aquella
situación absurda de no poder salir del salón, dejó en claro que no estaba muy
seguro (pude ver la película en una edición de colección, “The criterion
collection”, con un estudio preliminar sobre la importancia de la cinta). Queda,
pues, a merced del espectador, darle sentido a la absurdidad de la historia
central. Para mí, el filme, siguiendo el correlato surrealista y
existencialista, muestra de entrada que lo absurdo de la trama corresponde con
lo absurdo de la vida (“la caída”, diría Heidegger). Pero el asunto va más
allá: nuestra sociedad, que se siente tan segura, está construida sobre una red
de convencionalismos (que damos por hecho, equivocadamente, que son reglas naturales),
red que es tan frágil que si llega a ser
cuestionada, todo pierde sentido, todo cae. En este caso, las buenas
costumbres, los buenos hábitos, la cortesía más depurada (por ello es que
Buñuel escogió representar a la alta sociedad, pues es la más regladas en sus
tratos) penden de un hilo si algo llega a pasar, cualquier cosa podría hacerle
perder sentido a los hábitos. Y así se da paso a los instintos, a lo que se
creía domado. Entonces, con esta obra, creo yo, Buñuel arroja una parábola
inteligente y hábil sobre lo endeble y lo frágil de lo que llamamos “civilización”;
sobre la eterna contienda entre los instintos (estado de naturaleza) con la vida
social (estado civil). Sin embargo, raya tanto con lo absurdo que es difícil
mantener la atención en los personajes y en la historia misma. El espectador,
generalizando, sentirá algo de estupor e incluso de consternación, fruto de pensar:
¿por qué no se atreven a salir del salón? Pero justo eso es la provocación de
Buñuel: evitar que nos sintamos cómodos, ser tábano de la sociedad burguesa,
como lo fue Sócrates en la de Atenas. Por último, no puedo dejar de relacionar
esta obra con “El fantasma de la
libertad” (Francia, 1974) del propio Buñuel, que reseñé en enero del 205;
tienen mucho en común: la pérdida de sentido de la vida, al perderse el
convencionalismo de nuestros hábitos. La recomiendo. 2017-07-05.
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