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Tomado de: El popular (Perú) |
Acabo de terminar de leer “La fiesta del Chivo” del inigualable Vargas Llosa (a quien admiro como literato, pero a la vez tengo sentimientos encontrados hacia su persona como comentador de lo público). Esta obra es, sencillamente, magistral. Que forma de narrar. Pongo un ejemplo de lo inconmensurable que es: “Doña Altagracia Julia Molina tenía noventa y seis años y su memoria debía ser una agua jabonosa donde se derretían los recuerdos” (Madrid, Santillana, 2006, p. 371). ¿No les parece maravilloso? Todo un clásico con aplauso merecido que invita a pensar sobre el amor que producen en las mentes humanas ciertos sádicos verborreicos que prometen sacar a las gentes “de la inseguridad contra la que no sabían defenderse” (p. 412). También provoca reflexiones sobre las triquiñuelas de los hombres por acceder o mantener el poder (pienso en Balaguer, todo un experto en los juegos de la manipulación, ¿con buenos fines?).
En fin, no se pierde nada en esta obra, no sólo por sus méritos estilísticos sino también por sus reflexiones políticas. Todo un canto a la disputa contra los totalitarismos disfrazados, que no son cosa del pasado. Por último una consideración: en la obra nunca se aclara (tal vez conscientemente lo quiso hacer así Vargas) quien fue el que “demoró”, “ocultó” o “traspapeló” el memorial de Balaguer preguntando a Trujillo si se autorizaba o no la salida del país de Urania. Gracias a esto, Trujillo no alcanzó a prohibir su viaje a USA lo que habría supuesto seguramente la condena de la protagonista de la novela. ¿Fue un “buen” Balaguer? Quisiera pensar que fue uno de héroes anónimos (los que merecerían las medallas) que participa accidentalmente de los hechos para enderezarlos, como sirviendo a predestinaciones divinas. La recomiendo ampliamente. 16-02-2013
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